Memorias de Felipe Osterling Parodi
Yo había visitado el CRAS de Lurigancho hacía solo 23 días, el martes 26 de agosto, en el lapso disponible entre un Acuerdo Supremo de Justicia y un Consejo Extraordinario de Ministros convocado para aprobar el Proyecto de Presupuesto y el mensaje que dirigía al Congreso al día siguiente el Presidente del Consejo de Ministros Manuel Ulloa. Aquella visita a Lurigancho había sido anonadante, una pesadilla dantesca. En comparación con la cárcel de Chorrillos para mujeres, que había visitado la víspera, Lurigancho era una horrenda letrina.
Al llegar, nos habíamos visto rodeados inmediatamente por cientos de reclusos, que se paseaban en torno a nosotros y nos observaban curiosos, como si el objeto de la visita fuéramos nosotros y no ellos.
Lurigancho era un conglomerado espantoso de suciedad, hedor, toneladas de basura en putrefacción (¡cuatro años que no se recogía!), ratas a la vista, millones de moscas, excrementos, locos, homosexuales, narcotraficantes, bestialismo, abandono, drogadicción, menores de edad, enfermos en sillas de ruedas. Mezcla promiscua de delincuentes avezados y primarios, de inculpados y sentenciados, desesperanza sin fin, y el delito alimentándose de sí mismo, tensando sus resortes para atacar a la sociedad una y otra vez. Una lombrosiana pesadilla, sin aparente rescate posible.
Había sido construido en el primer gobierno de Belaunde, en sustitución de la Penitenciaría y la cárcel anexa -que ya quedaban fuera de sitio en pleno Paseo de la República, en lo que hoy es el Centro Cívico y el Hotel Sheraton-, como un penal modelo para inculpados y delincuentes primarios. A menos de un kilómetro, el penal de Canto Grande albergaría a los sentenciados peligrosos. El gobierno militar no completó el proyecto, y ese 26 de agosto de 1980 constatamos la herencia: 6.000 presos de todo tipo y condición humana y jurídica, amontonados en un espacio adecuado para 1.500, y con un presupuesto que solo podía cubrir una quinta parte de las necesidades del penal.
Las excelentes instalaciones de cocina y panadería, planeadas para atender a los centros de Lurigancho y de Canto Grande, habían sido canibalizadas en parte y nunca utilizadas, salvo, durante algún tiempo, la panadería. Las ollas brillaban por fuera, por alguna limpieza de último momento, y estaban oxidadas por dentro. La comida era abastecida por Comedores Nacionales, dependencia del Ministerio de Salud que atiende en sus restaurantes a gente prácticamente sin recursos. Dada la distancia, no era raro que las pailas llegaran en estado de fermentación y aún en descomposición. Di órdenes al Director del Penal para que cuanto antes se utilizaran la panadería y la cocina.
Habíamos estado en el Pabellón 11, reservado a los reclusos mas peligrosos. Por una pequeña puerta de metal ingresamos al patio. Nos rodearon en el acto. Les hablé. Expusieron sus necesidades y quejas a gritos o en cartas y notas escritas, que mis funcionarios iban recogiendo para estudiarlas y darles solución adecuada.
Pasamos al Pabellón de los Faites, reclusos con holgura económica. El peruanismo "faite", derivado del inglés "fighter", significa primeramente peleador, bravucón y abusivo. En la vieja Lima se calificó cambien con tal apelativo a quienes hacían gala de su desprecio a la ley, a los custodios del orden y a cierto mundo burgués. Aquí podría tener la connotación de gente que hacía su propio refugio mas o menos confortable, al margen del mundo de miseria impuesto por la abulia y la impotencia de las autoridades a los demás reclusos. En este Pabellón de los Faites se veían arcos para "fulbito", aros de básquet, camisetas de fútbol secándose al sol, un quiosco bien surtido, tranquilidad, silencio, una extraña burguesía del delito. No nos prestaron mayor atención, al menos aparentemente. Seguían jugando a la pelota. Parecían ajenos a los problemas.
De golpe y en contraste nos hallamos en el Pabellón 1. Ancianos y dementes. Pestilencia insufrible. Un moreno obeso y desnudo, de unos treinta años, con mentalidad de infante, con saltitos de bebe; ése era precisamente su apodo: Bebe. Los presos le obsequiaban caramelos y juguetes de madera que hacían para él. De noche lo sodomizaban por sorteo. Ordené que inmediatamente lo sacaran del penal.
- Señor Ministro, ¿quiere visitar a las madrecitas? -preguntó alguien con tono irónico. Un grupo de mujeres pintadas y con minifaldas trasnochadas reían afectadamente en un amplio ambiente que un día estuvo previsto para capilla.
- ¿No es irregular que anden mujeres solas por este antro? ¿A qué hora terminan las visitas? -pregunté, desde mi ángulo de lógica y cordura.
- No, éstas son las novicias, pues -continuó el bromista de humor negro-.
Caí de pronto en la cuenta de que eran pervertidos afeminados. Hicieron una venia ridícula y se alejaron corriendo, riendo convulsivamente. El penal permitía esta lacra, como un mal menor, a falta de venusterios organizados.
En el trayecto, un demente insistía en que el tribunal lo había declarado inimputable y exigía ser trasladado al hospital psiquiátrico "Larco Herrera". Un funcionario terció: "Solo es cuestión de movilidad. Mañana iras a Larco Herrera". En un aparte nos explicó que el quejoso era "Cri Cri", despiadado asesino, especialmente de médicos, por los que sentía un odio patológico.
Pedí ver el Pabellón Industrial, así llamado porque fue planeado originalmente para planta industrial y redención de la pena por el trabajo. No funcionaba como tal sino como un pabellón para narcotraficantes, extranjeros en gran número. La mitad del espacio de este pabellón estaba ocupado por unos 500 internos, tirados en colchones sobre el suelo. En la otra mitad, abandonada y desierta, a pesar del hacinamiento general, como una extraña escultura surrealista, destacaba un gran cajón. Contenía un generador de electricidad destinado al CRAS de Iquitos. El error y la abulia burocráticos lo habían detenido a 1.000 kilómetros de su destino. La falta de uso y el óxido habían hecho el resto, dejándolo inutilizado. Algunos reclusos, que en su mayoría no hablaban castellano, nos exponían sus casos. No teníamos ya dónde guardar tanta carta recibida y recoger tantas anotaciones.
Salimos del penal cargados de ira y tristeza y de una asfixiante sensación de impotencia. Presupuesto limitadísimo. El penal, dirigido por la Guardia Republicana, a la que podía pedírsele vigilancia pero no el magisterio más difícil, el de reeducar y readaptar. Años de abandono, en que inclusive el sector penitenciario había sido confiado, al Ministerio del Interior, destinado a imponer y mantener el orden y, llegado el caso, a capturar al delincuente, pero no a readaptarlo. Comprendí que me esperaba un año de labor muy duro, en ese frente del Ministerio de Justicia. Comprendí también, ese 26 de agosto, que inevitablemente tendría que haber problemas, inclusive graves, en los centros de reclusión.
Referencia Bibliográfica
Osterling Parodi, Felipe. Memorias de Felipe Osterling. En: Justicia. 1983.
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