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Poema por la abolición de la cárcel

Por: Maximiliano Postay

Miembro LTF. Abolicionismo de la cultura represiva.

Abogado por la Universidad de Buenos Aires.


La cárcel es un epifenómeno vomitivo. Quizás aquel que sintetice de manera más gráfica todos los repudios, ascos y/o desprecios que, al menos yo, tengo -o puedo llegar a tener- en relación al fenómeno/sistema/modelo económico, político y social hoy vigente, hegemónico en forma ininterrumpida desde hace muchísimos siglos a esta parte.


La cárcel es aquello que eficazmente se auto-promocionó como insustituible. Aquel “producto” que día a día todos compramos como la mejor de las ofertas disponibles para “resolver” alguno de esos “problemas” que allá lejos y hace tiempo élites auto-legitimadas, definieron como los más graves, temerarios e inquietantes, llamándolos antojadizamente “delitos”.


La cárcel engendra un sinceramiento de peculiares características, pues éste radica en esconder discursivamente lo que monstruosas arquitecturas de cemento demuestran por sí mismas. Doble moral burguesa en su máxima expresión. Humanización a costa de instituciones enormes –y sofisticadamente organizadas- total y exclusivamente dedicadas a castigar.

La cárcel es el destino de los pobres elegidos arbitrariamente por tres de los principales ejércitos institucionales de la desigualdad social: legisladores, policías y jueces. En ese orden y en pos de aparente rigor, justicia y compromiso democrático, autoridades pusilánimes cultivan el peor de los complejos: creer que hacer el bien - ¿cuál? ¿qué? - es hacer siempre lo mismo. No inquirir. No profundizar. No cuestionar. Revolución: mala palabra.


La cárcel es un refugio para aquello que no queremos ver del todo. Incómodo a veces, desde el mero afán estético de la demostración perfecta del progreso; o directamente insoportable si además de ser feo, sucio, vago o mal hablado, resulta ser capaz de pensar críticamente la realidad irreal más verdadera. La nada misma, punto final de todo oscurantismo.


La cárcel es aquel mito de siniestralidad y caos. Imaginario ciudadano de feroces criminales dispuestos a hacer lo imposible para satisfacer sus colmillos con la sangre de “nosotros, los buenos”. “Reservorio de malandras, psicópatas, energúmenos y rufianes. Mal necesario. Única vía de contención y protección universal”, piensan los que piensan que piensan por sí mismos.


La cárcel revela cierta debilidad fisiológica frente al ejercicio de lo “dañino”. Nadie asume. Nadie se jacta. Todos esquivan el peso tremebundo de la responsabilidad del mal ajeno. Todos pretenden erigirse en zaratustras posmodernos. Propios y extraños, por encima del hombro, maquinan su vergüenza en frases decantadas: “La cárcel no es para castigo”; “La cárcel resocializa”; “La cárcel incluye, excluyendo”; “La cárcel cura”; “La cárcel beatifica”; “Encerrad a los hombres y mujeres del demonio y obtendrás a cambio fieles cucarachas mortecinas”.


La cárcel es la piedra en el zapato de la doctrina internacional de los Derechos Humanos. El paladín de su necedad. Legitimación abierta de declaraciones, tratados, convenios y protocolos. La pena capital en cuotas. La simultaneidad del oro y el moro. De la lucha contra el hambre y la discriminación, señalando al hambriento y al discriminado como los primeros merecedores del escarnio. Infamia en el espejo de activistas bienintencionados y premios nobel de la paz, no tanto. Congresos, simposios y conferencias. Rimbombantes títulos. Elegantes diplomas.


La cárcel es una sucesión irritante de preguntas incómodas: ¿Por qué esclavizar está mal y encarcelar está bien? ¿Por qué torturar con una picana es digno de un represor setentista y extorsionar con el otorgamiento (o no) de una salida transitoria - “beneficio” y no “derecho”- no lo es? ¿Por qué para tener sexo en la cárcel con una persona “libre” hay que estar casado o en su defecto acreditar previa convivencia en concubinato? ¿Por qué trabajar en la cárcel no es retribuido de igual forma que el trabajo extra muros? ¿Acaso lo que allí se produce es de menor calidad? ¿Por qué los presos no pueden organizarse ni formar sus propias comunidades de reflexión política? ¿Por qué la opinión pública considera que ocho años de prisión para un asesino son pocos? ¿Por qué el “preso político” muestra su disconformidad por ser tratado en prisión como un “delincuente común”? ¿Eso significa que el maltrato al “delincuente común” es válido? ¿Por qué “por qué” es la pregunta menos escuchada?


La cárcel es sinónimo de miedo. De silencio. De candado. De callejón oscuro, claustrofóbico y maldito. La cárcel es azote, tormento. Es suicidio, es venganza, es masacre. Es recurso malherido y disconforme. La saga más procaz de cine mudo. La cárcel es motines. Internos. Tratamiento. Etapas progresivas. Purgatorio. Premios y castigos. El perro de Pavlov. La angustia agazapada. Sentencias sin sentencias. Condenas sin milagros. Manipulación sistemática de un lenguaje constructor de realidades virtuales. La cárcel es tecnología de lo absurdo. Robustez erosionada por su propia morfología filo-fascista.


La cárcel es el invento más humillante que registre la humanidad reciente. La burocracia asumiendo su mediocre pestilencia. Su genética. Su tabú. El estado mendigando permanencia. La fuga como derecho. La fuga como obligación. La fuga como única opción frente a la muerte civil más salvaje.


La cárcel es el campo de concentración más duradero. No hay Hitler, no hay Stalin, no hay Pol-Pot. Hay grises. Muchos grises. Cómplices sin nombre. Terrorismo de estado de derecho, policial. La cárcel es reconocerse. La cárcel es ser dios. La cárcel es por dios.


Cómo no despreciarla. Cómo no pretender conjugarla para siempre en cualquiera de los pretéritos verbales disponibles. Si hasta el pluscuamperfecto de sus torturas sabe –sin más- a suspiro de alivio inmenso. Cómo no despreciarla si estar cinco minutos atrapado en un ascensor me asfixia, me oprime, me devora. Cómo no despreciarla si nunca vi justicia más injusta que su cartografía hipocéntrica. Odio a la cárcel. El odio, claro que la odio.

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