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Foto del escritorLynda Fernández Olivas

Violencia estructural en tiempos del miedo. La crisis del capital

Por: Lynda Fernández

Bachiller en derecho por la UNMSM.

Miembro de Iure et Facto.

La crisis pandémica Covid-19 ha permitido visibilizar una realidad ajena para algunos, pero presente y constante para otros:


1) El crecimiento enardecido del pánico social frente a la inseguridad física y la urgente satisfacción del control


La impulsiva compra de productos para contrarrestar el temor. La demanda de seguridad, ley y orden a fin de garantizar la tranquilidad. Recursos que siempre estuvieron ahí pero que se agravan con el temor hacia la enfermedad, sus víctimas y los agentes de contagio: los nuevos enemigos.


2) La amplificación mediática del morbo selectivo


El sensacionalismo que construye una realidad de saqueos, colas y una suma de infectados que crece. Esa realidad que auspicia nuestra responsabilidad individual por la salud, al filmar al ciudadano desobediente que sale a trabajar en tiempos de cuarentena, pero que excluye al que obliga al laburo en pleno estado de emergencia con amenazas de despido; o al que se zurra y sigue trabajando con permiso del Estado (actividades del sector minero). Deja de proyectar –por unos segundos– a la gran masa de indigentes, esas lacras del sistema que viven de la muerte y los robos, o el grupo de disidentes que protestan por todo y merecen mayor vigilancia, aquellos para quienes la seguridad ha sido fabricada y por la que lo medios tienen titulares a diario.


3) Un sistema de salud pública desguarnecido


La escasez de personal asistencial, medicamentos, infraestructura, equipamiento, una adecuada atención, regulación, la desarticulación entre la sede central, hospitales e institutos. La microcorrupción normalizada entre médicos, pacientes y el personal administrativo, son realidades poco novedosas que al parecer se incrementan por la proximidad de una crisis sanitaria. Solo basta con enfermarnos y acudir a cualquier hospital para poder palparlo.


4) La precariedad de nuestra economía


Al 2019, el 66% del total de ocupados en el área urbana contaba con empleo informal según cifras del INEI -sin protección ni control del Estado-. Miles de ambulantes recorren las calles o tienen sus puestos de venta, miles taxean, viviendo al día o trabajan para una empresa sin regulación, que no le garantiza beneficios. De ahí su resistencia y poco caso a la “emergencia”. El hambre también mata pues. Mientras tanto se critica que la mano invisible hace y deshace a su antojo. Especula con los precios sin mayor control. Atiborra los bolsillos del vendedor que se aprovecha del miedo al desabastecimiento para hacer su domingo. Situación que fue apreciada al criticar el individualismo de los vendedores y compradores. Los vendedores precarios que dotan de servicios a la población más austera. Olvidándose que esta situación es una constante en el juego de oferta y demanda de los grupos de poder económico del país.


5) El distanciamiento social y la fragilidad de las relaciones humanas


Se sostiene que la gente ya no sale a divertirse, ha perdido cercanía. Que, a pesar de la pandemia y la orden de emergencia, un grupo de sujetos sale a las calles sin respetar el aislamiento, pues no piensan en la salud de los demás. Se dice lo mismo de quién sale de casa para laborar en plena cuarentena, del ciudadano que sale a buscar el pan a diario. Sin embargo, ese distanciamiento y egoísmo son parte de lo que hoy somos, nuestra racionalidad de consumo, la extirpación del sentimiento de comunidad, la dependencia tecnológica, la falta de empatía con el que menos tiene y la lejanía de nuestras conversaciones es una obviedad en estos tiempos.


Estos cuantos relatos corresponden a una materialidad silenciosa, un fantasma que galopa sin cesar entre la banalidad de unos cuantos; otros tantos con algunas monedas en el bolsillo, pero con la moral de consumo amplificada y algunos, los más, cuya propiedad sigue siendo su fuerza de trabajo y voluntad. Realidad a la que solo nos atrevemos a mirar -o nos hacen mirar- cuando las papas están quemadas.


Día a día se movilizan y desmovilizan recursos para la indefensión perenne del ser humano, que afecta en principio a los más vulnerables, pero que, a la larga, afecta a todos. Las estrategias totalitarias que pretenden regular la vida y la muerte del individuo están latentes y sobrepasan los límites de lo cuestionable, son actos de violencia estructural que nacen de las relaciones de inequidad y pretenden acrecentar los niveles de desigualdad social al impedir que muchos vivan en condiciones humanas: es la Capitalismo en su máxima expresión. Al que solo se cae en cuenta cuando la crisis se amplifica con el temor, pues estas estrategias se incrementan, se reducen, muestran lo que es necesario y funcional al poder.


Es incontenible no dialogar sobre la pústula reventada más aun cuando ni siquiera hicimos caso a los síntomas de la afección. Los problemas mencionados al inicio se han gritado desde hace mucho, pero el sistema solo respondió con acciones que nunca propagó. Planteó crisis entre cuatro paredes para omitir respuestas o para responder con cárcel, violencia policial y muerte.


En algunos momentos se apreció esta decadencia, pero solo para dar paliativos de justicia y derechos de humanidad. Un tipo de justicia que más parece un analgésico frente al desborde social, a modo de contener la rabia de los desposeídos, de los desechables, de los excluidos. Aquella justicia que se fundamenta en la posible o efectiva vulneración del orden social al calificar como delito aquello que va en contra de los parámetros del “orden” y sobre el que ha construido su poder y sus redes institucionales, “olvidando” mencionar el papel del Estado y los poderes económicos en este ciclo de agresión. Esa forma de derechos de humanidad que no tienen como punto de partida el dilema al que se enfrenta hoy la población humana. Que brindan concesiones individuales, útiles para garantizar la libertad en sí misma. Esa libertad cómoda a la que solo algunos le es posible reclamar, cuya racionalidad instrumental la aniquila desde su nacimiento.


El miedo crece frente al temor por lo extraño, frente a una grave crisis; crisis que siempre ha estado ahí. La violencia siempre ha sido y es estructural, es lo que se vive a diario en los relatos de muerte a los que empuja el sistema capitalista actual con los que inicia esta opinión. Merece analizarse desde el ángulo que mayor indefensión y muerte ha causado. Ese que no tiene palabras, voces ni rostros y que menos aún se muestra en los diarios, pero que es inmanente entre lo cotidiano. Necesita con urgencia que revolucionemos las formas de entenderla, que produzcamos un nuevo saber y configuremos nuevas estrategias de poder y lucha colectiva.


En tiempos de aislamiento social esta realidad cachetea nuestros rostros, muestra los niveles de violencia a los que esta población se encuentra acostumbrada; por resignación, temor, porque ha normalizado tanto este juicio que hasta se considera así misma como anómala. Porqué necesita comer y conservar su vida en tiempos de barbarie.

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